En los meses de veranos es normal que veamos como nuestro apetito se reduce, un efecto que muchos investigadores relacionan con la termorregulación
A todos nos pasa que con la llegada del sol y el buen tiempo, perdemos parte de nuestro apetito. Sin embargo, una reducción del hambre puede conducir a una reducción en la ingesta de nutrientes que nuestro cuerpo necesita para funcionar correctamente, especialmente en el caso de niños y ancianos. Pero, ¿por qué perdemos el hambre con el calor?
Cualquier discusión sobre los efectos del calor en la alimentación debe comenzar con el reconocimiento de que la alimentación representa el medio básico para obtener energía. La mayoría de los análisis sobre el calor y la alimentación señalan que una de las principales preocupaciones fisiológicas de los seres humanos es la termorregulación (el mantenimiento de una temperatura corporal adecuada) y que la alimentación proporciona una contribución importante para mantener el calor corporal. De hecho, puede ser que el factor más importante en la regulación de la ingesta de alimentos no sea su valor energético, sino más bien la cantidad de calor adicional liberado en su asimilación. Así, esta “hipótesis termostática” de la alimentación sostiene que el contenido total de energía del alimento no es el factor determinante en la regulación, ya que la energía que se almacena como grasa no controla la alimentación. Más bien, es el efecto de calentamiento directo de la ingesta de alimentos lo que se controla y proporciona un mecanismo regulador. Según esta visión, si el ambiente es frío, la pérdida de calor resultante exige estrategias compensatorias, entre las que se incluye un aumento notable de la ingesta de alimentos por su efecto térmico. Por extensión, si la temperatura ambiente es cálida y la pérdida de calor no es un problema, debería haber una demanda calórica reducida. “A una temperatura alta donde la pérdida de calor es difícil, la ingesta de alimentos debe ser baja, no sea que al comer y asimilar los alimentos el cuerpo adquiera más calor del que puede disponer”, explicó J. R. Brobeck, en un estudio titulado. “La ingesta de alimentos como mecanismo de regulación de la temperatura”, publicado en la “Revista de Biología y Medicina de Yale” en 1948. Por lo tanto, esta variación de las necesidades energéticas en función de la temperatura debería reflejarse en el apetito.
La relación inversa entre el apetito y la temperatura ambiental puede examinarse de varias formas diferentes. Claramente, uno podría manipular la temperatura ambiente y examinar los índices de apetito o la temperatura corporal independientemente de la temperatura ambiental, como en momentos de fiebre, y determinar si esta forma de hipertermia suprime el apetito. Por otro lado, se podría manipular la necesidad de adquirir o disipar energía de manera más indirecta, como a través del ejercicio. Al proporcionar un impulso a corto plazo en el calor interno, debería reducirse la necesidad de más energía, o lo que es lo mismo, se debería suprimir parte del apetito. Sin embargo, el ejercicio a largo plazo, al agotar las reservas de energía a corto plazo, debería aumentar la demanda acumulada de reposición de energía.
Otra estrategia en la investigación consistió en examinar la influencia de comer en sí misma. La ingesta de alimentos genera calor, además de proporcionar energía para uso futuro. El calor que acompaña a la comida y la digestión (el efecto térmico de los alimentos), así como el calor producido a través de los procesos de termogénesis posprandial, que se experimenta cuando los humanos sudan o se sonrojan después de comer en exceso, deberían reducir el apetito de forma aguda. La termogénesis inducida por la alimentación se combina presumiblemente con el calor ambiental, de modo que el apetito se suprimirá más, después de un tiempo determinado y en igualdad de condiciones, en un ambiente cálido que en un ambiente frío.
Si la exposición al frío aumenta el apetito en comparación con condiciones normales, podríamos concluir que la exposición al calor por encima de los niveles normales debería tener el efecto contrario. Por ejemplo, si las personas comen más de lo normal cuando la temperatura ambiente baja de 21ºC a 12ºC, se podría pensar que el apetito se reduciría por debajo de lo normal si la temperatura se elevara a 30°C. Esto podría estar justificado por los datos, pero en ausencia de una investigación específica sobre la exposición al calor, se debe tener cuidado con la extrapolación de la investigación sobre la exposición al frío.
Asimismo, la investigación supone que la temperatura corporal está regulada y que el calor generado al comer representa un elemento principal en la ecuación reguladora. Pero la temperatura puede no ser la única variable importante, se cree que el peso corporal, la grasa corporal o alguna variable asociada también son responsables. Además, hay razones para creer que el nivel en el que se regula el peso corporal/grasa puede cambiar en respuesta a varias cuestiones, incluida la temperatura ambiental. Por tanto, mapear estas causas y efectos de una manera simple es difícil y puede no hacer justicia a las adaptaciones mutuas de los sistemas fisiológicos y conductuales.
Link: https://www.larazon.es/ciencia/20220820/dh35qj5fejh27a6ojdribvenju.html
Autor: JORGE HERRERO
Fecha: MADRIDCREADA20-08-2022 | 12:36 H
ÚLTIMA ACTUALIZACIÓN20-08-2022 | 12:36 H
Fuente: Diario La Razón – España
Nota: Instituto Nutrigenómica no se hace responsable de las opiniones expresadas en el presente artículo.